Resistir, para la población refugiada de Palestina,
es eso que
sucede mientras tratan de vivir una vida normal.
Mientras esperan una solución que no llega, sucede la angustia, la alegría, aparecen la ilusión y la rabia, las aspiraciones frustradas, proyectos y planes, se cuela la desesperanza. Sucede todo lo que sucede en la vida de cualquier persona en cualquier país, con la diferencia de que la suya es una existencia ocupada, bloqueada, en espera.
Y en resistencia. Resisten a una ocupación que dura ya más de 50 años y que solo les devuelve violencia y una negación flagrante -constante- de sus derechos. Resisten ante la imposibilidad de soñar con construir una casa que no vaya a ser demolida, a no poder reunirse con sus familias bajo el mismo techo o a tener que cruzarse con las armas en los puestos de control de camino al colegio. Resisten a un bloqueo que es cárcel sin juicio, condena sin delito: encierro.
Este es un relato colectivo a partir de los testimonios de tres generaciones distintas de refugiados y refugiadas en Gaza y Cisjordania que miran en todas las direcciones para seguir caminando.
Mi sueño siempre había sido ser entrenador de chicos y chicas más jóvenes
y representar a Palestina como nadador a nivel internacional. Ahora solo puedo practicar deportes para personas con discapacidad. Pero no quiero perder la esperanza.
Mi sueño siempre había sido ser entrenador de chicos y chicas más jóvenes
y representar a Palestina como nadador a nivel internacional. Ahora solo puedo practicar deportes para personas con discapacidad. Pero no quiero perder la esperanza.
Mohamed se subió un día a un autobús para acudir a una protesta en
un punto de la valla perimetral que separa la franja de Gaza de Israel.
“Como muchos otros jóvenes, fui a la manifestación para pedir el levantamiento del bloqueo. Quise participar porque creía que no iban a haber disparos ni violencia por parte de las fuerzas de ocupación israelíes”.
Pero si hubo violencia y uno de los primeros disparos lanzó una bala que atravesó la pierna de Mohamed. Todo se volvió borroso.
La Gran Marcha del Retorno comenzó el 30 de marzo de 2018. Decenas de miles de hombres, mujeres y niños palestinos, la gran mayoría manifestantes pacíficos, tomaron la valla que separa Gaza de Israel, en protesta popular, para exigir el fin del bloqueo israelí y el derecho al retorno de los refugiados.
Las protestas, que se han mantenido en el tiempo, han arrojado cifras terribles entre la población palestina: 230 muertos y 36.135 heridos.
Cuando recuperó la consciencia, Mohamed estaba en el hospital.
Él fue el primer herido y el primero, de muchos, en perder una de sus piernas como consecuencia de la violenta represión contra los manifestantes.
El elevado número de pacientes tratados por heridas de bala durante los meses más intensos de las protestas, colapsó el sistema de salud de Gaza. Sin el permiso israelí para salir de la Franja, muchos jóvenes no pudieron recibir el tratamiento de urgencia que necesitaban. Ocurre demasiado a menudo: Israel niega el permiso para recibir tratamiento fuera de Gaza a 1 de cada 3 pacientes. Muchas veces no es un “no”, es simplemente una respuesta que nunca llega, es un aplazamiento de la respuesta, mientras la enfermedad avanza y, en el peor de los casos, acaba con la vida de las personas enfermas.
A Mohamed, las autoridades israelíes le denegaron el permiso hasta cuatro veces. Sin contar con los medios necesarios, el equipo médico en Gaza no pudo hacer nada más.
La educación para las familias refugiadas de Palestina es esa caja fuerte donde depositan la esperanza de muchas cosas:
A pesar de que el nivel educativo que imparten desde las aulas está considerado como el más elevado de la región, la falta
una salida, un futuro, una existencia diferente para sus hijos e hijas.
Hoy, medio millón de niños y niñas palestinas acuden a las más de 700 escuelas que UNRWA tiene distribuídas en Gaza,
Cisjordania, Jerusalén Este, Jordania, Líbano y Siria. En 1962 estas escuelas se convirtieron en las primeras de todo Oriente
Medio en alcanzar la paridad de género: la mitad de los estudiantes son niños y la otra mitad niñas. Hoy, además, en torno
al 73% de los jóvenes que acceden a las becas universitarias, que la agencia ofrece desde 1955, son mujeres.
de financiación hace que cada año abrir las puertas se convierta en un nuevo reto.
No es fácil seguir y no es fácil llegar.
“¿Por qué tenemos
que cruzar puestos
de control militar
todos los días? A
todo el mundo le
gusta caminar
libremente, vivir en
paz y libertad…”
En el centro de la ciudad palestina de Hebrón viven 500 colonos
israelíes protegidos por un contingente de miles de soldados
israelíes. La fuerte tensión por la presencia militar y los
innumerables puestos de control, marca dramáticamente la
vida de la población.
Y especialmente de las niñas y niños para los que ir a la
escuela se convierte en una carrera de obstáculos.
Para alcanzar su escuela, los y las niñas se ven obligadas a
atravesar, muy a menudo, controles militares israelíes para
asistir a clase; muchos necesitan pedir permiso continuamente
para poder cruzar el muro que Israel empezó a levantar hace 18
años y que divide sus vidas a un lado y otro de una mole de
hormigón.
Para muchos de ellos, poder estudiar cada día representa una
pequeña odisea porque en lugares como Hebrón, en
Cisjordania, a menudo reciben insultos o amenazas de camino
a la escuela.
Y sin embargo,
llegar es
encontrarse con
un refugio.
“La educación es lo
más importante en la
vida porque me
permite alcanzar mis
objetivos y sueños.
Sin la educación sería
como una máquina y
sólo gracias a ella, he
podido entender
cosas de mi
alrededor y he
logrado construir
mi personalidad”
Con 12 años, cualquier niña o niño en Gaza ha sufrido ya las consecuencias de tres conflictos armados. 12 años, 3 guerras. En el de 2014, en el que Israel lanzó una de las ofensivas más destructivas sobre la Franja, muchas escuelas se convirtieron en hogar y refugio para cientos de familias palestinas.
Un refugio que, sin embargo, no pudo frenar la violencia de la metralla: en una de las escuelas de UNRWA que albergaba civiles, una bomba acabó de golpe con la vida de 17 personas. La ofensiva se prolongó durante 50 días: murieron 2.251 personas, incluidos 551 niños y niñas.
Las incursiones militares son frecuentes incluso cuando no hay declarada una ofensiva. Son frecuentes también los cortes de electricidad, a veces de hasta 20 horas al día, que obligan a hacer los deberes a la luz de una vela y a sentir congelados los cuerpos. El bloqueo que desde hace 13 años vive la población de Gaza es así: oscuro, frío, demoledor.
Y sin embargo, hay toda una generación de niñas, niños y jóvenes que desde Gaza observan la vida con un nivel de esperanza y energía difícil de igualar.
“Yo soy una chica repleta de esperanza, a lo mejor
nosotros nos hemos acostumbrado al sufrimiento en
Gaza, pero siempre tenemos energía positiva, y
esperanza de un futuro mejor, un futuro para conseguir
todos nuestros objetivos.”
No es fácil vivir sin la capacidad para ver en un
lugar con una de las densidades de población más elevada del
mundo, donde es habitual escuchar el sonido de las bombas y
donde muchos edificios están a medio construir, o son
escombros, o son residuos. El bloqueo y las guerras generan
demasiados obstáculos.
Es la hora del recreo en el Centro de rehabilitación para niños y
niñas con discapacidad visual en Gaza y todos van de la mano
en el patio. Todos ríen, se apoyan los unos en los otros para
correr, para jugar, para ser niños y niñas.
El centro, financiado por UNRWA y activo desde 1962, es sobre
todo un lugar seguro donde reciben la mejor educación
adaptada a sus necesidades. Asomarse a las aulas es escuchar
el traqueteo de las máquinas de escritura Braille, hay pantallas
que hacen grandes las letras e inteligibles las palabras y hay
maestras y maestros que facilitan el aprendizaje y la vida de
cientos de niños y niñas.
Para muchos de ellos, la rutina antes de llegar al centro estaba
cargada de soledad por las dificultades para jugar con otros
niños y niñas: las calles de Gaza no son seguras para ningún
niño pero menos para los que tienen dificultades de visión o de
movilidad.
Aquí, sin embargo, el patio es la representación más amable de
la hora del recreo: todos y todas juegan de la mano.
La población de Gaza sufre una crisis de salud mental sin precedentes a la que algunos
informes han llamado “la herida de bala invisible”. Una herida que ha empeorado por el
aumento de la violencia y por los recortes de fondos para programas vitales de apoyo
psicosocial.
Según el doctor Zoheir AL Khatib, responsable de uno de los
centros de salud de UNRWA en Gaza, cerca de un tercio de los
más de 1,2 millones de refugiados y refugiadas palestinas que
acuden a los servicios de atención primaria de la agencia
muestran síntomas de trastornos mentales y sociales.
En los últimos años han aumentado considerablemente los
intentos de suicidio, uno de esos temas tabús de los que
apenas se habla.
Como en cualquier parte del mundo, la depresión y los
trastornos mentales solo se pueden superar con ayuda. En
Gaza, pese a las dificultades impuestas por el bloqueo, UNRWA
inició en 2016 un innovador proceso para integrar la atención a
la salud mental en todos sus centros de salud en Gaza.
“Me gustaría servir de
ayuda a otros que puedan
necesitarlo. Es importante
saber que todos podemos
contar con alguien que nos
apoye y que esté ahí
cuando lo necesitamos”.
Contar con los demás.
Contar a
los demás: qué es más Gaza, ¿la
Franja bloqueada o la Franja
de vida que se anhela vivir?
Muchas y muchos jóvenes han encontrado en
redes como Youtube o Instagram una ventana
para mirar el mundo y mostrar su tierra desde su
prisma. La mayoría de estos jóvenes nunca han
salido de la Franja y saben que dentro existen
pocas posibilidades de encontrar muchas de las
cosas a las que aspiran. Por eso la frustración es
una de las palabras que más se repite en la
conversación con cualquier joven. Con una tasa
de paro juvenil rozando el 70%, Gaza está repleto
de talento frustrado.
Sin embargo, ni siquiera la frustración logra
anular la energía de una de las poblaciones más
jóvenes del planeta.
En sus vídeos, Sami
comparte historias de
otros jóvenes que como él,
prefieren pensar en lo que
se puede lograr más que
en los límites que impone
el bloqueo.
II
Para la población palestina, no es uno solo,
son muchos muros.
Cuando en 1948, con la proclamación del
Estado de Israel, 750.000 palestinos y
palestinas fueron expulsados o huyeron
forzosamente de sus casas, nadie sabía que
70 años después serían más de 5
millones de refugiados y refugiadas
permanentes. En todo el mundo,
representan la población que más tiempo
lleva con este estatus.
Desde entonces, sus vidas han estado marcadas por los muros
visibles e invisibles de una realidad ocupada y bloqueada en la
que cada vez es más difícil desplazarse por una tierra que va
perdiendo territorio.
En abril de 2002, el gobierno israelí declaró su intención de
construir una gran barrera de separación entre Israel y la
Cisjordania ocupada. El Muro, que hoy alcanza 500 km de
hormigón, se escribe muchas veces en mayúsculas porque es
probablemente el muro más ilegitimo de todos los muros
ilegítimos que hoy existen en el mundo: empezó a levantarse,
atravesando pueblos, comunidades, campos y tierras de cultivo,
aislando vidas, vínculos y separando familias.
En julio de 2004, apenas dos años después de empezar a
levantarse, el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya
declaraba el Muro “ilegal”, en una histórica sentencia de 50
folios que fue leída en la sede de la Corte. La decisión exigía
que el muro fuera destruido y que se indemnizase a las
familias afectadas.
Pero el Gobierno israelí se negó y hoy son 800 km de hormigón,
ilegales, separando vidas.
Vivir al otro lado del muro significa vivir sin
permiso para moverse. La población palestina no tiene
derecho a entrar en Israel (tan solo si viven en Jerusalén
Este, ocupada por Israel desde 1967), con lo que su vida
es superar un obstáculo tras otro.
Tras la paz relativa o Armisticio árabe-isaraelí que se
firmó en 1949, se estableció lo que se conoció como
Línea Verde: con un lápiz, dicen que de ese color, se
dibujó sobre el mapa una línea de separación. Una
barrera invisible a la que sucederían muchas. Entre esta
Línea y el Muro en Cisjordania se encuentra la conocida
como “Zona de Separación” donde viven alrededor de
11.000 personas palestinas absolutamente aisladas de
todo y que desde 2003 necesitan un permiso para poder
seguir viviendo en su propia casa.
La familia Nijim vive en su casa, a las afueras de la aldea de
Qatanna, desde 1967. Qatanna es una de las ocho aldeas
palestinas que comprenden el ‘enclave Biddu’, en el territorio
Palestino ocupado y está rodeado al norte, este y oeste por el
Muro. Miren donde miren: Muro.
Lo que no supieron, hasta más tarde, es que su casa se había
quedado del lado israelí, totalmente aislada del resto de la
aldea, y que salir de su hogar les convertía automáticamente en
extranjeros sin permiso.
En 2009, las autoridades israelíes construyeron un puente de
hormigón ‘cerrado’ para permitir el acceso de la familia a la
“parte de Cisjordania”. Hasta 2011, la familia Nijim tenía la llave
de la puerta que los encerró en su propiedad. Sin embargo, ese
mismo año, sin previo aviso, las autoridades lo sustituyeron por
un sistema de vigilancia electrónica, completa con cinco
cámaras de vídeo y un sistema de intercomunicación.
Ahora, para cada salida o entrada, tienen que llamar por
teléfono a la policía fronteriza israelí. A veces, tardan horas en
responder y entonces la familia siente, más que nunca, la
injusticia de su encierro.
Cuentan los pescadores en Gaza que pescar en el mar
Meditarráneo que rodea la Franja no ha sido nunca tan difícil ni
tan peligroso como está siendo hoy. Su espacio de pesca ha ido
decreciendo paulatinamente de 20 a 9, de 9 a 6 y de 6 a 3 millas
náuticas. La distancia de pesca permitida por Israel para los 2
millones de personas que viven en la franja de Gaza se reduce
cada vez más y pone en riesgo la vida de miles de familias que
dependen de la pesca.
Acercarse al perímetro impuesto de 3 millas naúticas tiene,
muchas veces, consecuencias terribles: las fuerzas irsaelíes
suelen disparar contra los pescadores y muchos han muerto en
los últimos años por este motivo. Sin embargo, permanecer en
un perímetro tan limitado y en el que tienen que faenar miles
de pescadores, empuja a la desesperación a miles de familias
que pierden de este modo el único sustento con el que cuentan.
En septiembre de 2016, Abdel estaba con su equipo en el mar
cuando los barcos del ejército israelí les rodearon y empezaron
a disparar. Arrestaron a toda la tripulación y retuvieron su
barco.
Casi tres años después, y sin haber recibido antes ninguna
explicación, el barco de Abdel regresaba a Gaza por tierra
absolutamente destrozado.
Su historia resume el terrible periplo que sufren los pescadores
palestinos con cada vez menos espacio para pescar, menos
peces y menos oportunidades para poder alimentar a sus
familias.
“Cada vez que lanzan un misil
empiezo a llamar a cada uno de
mis hijos, preguntando donde
está cada uno. Vivo preocupada.
No hay una madre en Gaza que
no viva preocupada por sus
hijos.”
Muchos hogares en Gaza han perdido la capacidad para poner
un plato de comida en la mesa: más de un millón de personas
refugiadas (más de la mitad del territorio) depende de la
asistencia alimentaria de emergencia de UNRWA para
sobrevivir. Una ayuda que sufre una amenaza constante tras la
decisión de Donald Trump de cortar definitivamente las
donaciones de Estados Unidos a la agencia y que en 2020 sufrió
un varapalo sin precedentes como consecuencia de la
respuesta a la pandemia de Covid-19.
Pero el mayor temor de muchas familias no es solo el de no
poder acceder a la comida, a la luz o al agua potable (el 97% del
agua corriente de la Franja está contaminada), también está el
miedo a perder su hogar, su refugio, su techo para protegerse
de todo.
La ofensiva israelí de 2014 causó una destrucción
descomunal, sin precedentes en la historia de la Franja.
Se contabilizó la destrucción completa o severa de 18.000
viviendas, así como la destrucción parcial de otras 138.000
viviendas.
Todavía hoy, muchos de los hogares permanecen
destruídos ya que la duras condiciones del bloqueo isrealí
y el cierre de la frontera con Egipto, hacen muy difícil
introducir materiales para la reconstrucción de las casas.
Miles de casas como la de Um Tala´at fueron destrozadas
y bajo los escombros se quedaron sus pertenencias, sus
recuerdos y toda esperanza de vivir una vida en paz.
III
A sus ochenta y seis años, Abd Al Majid lo observa todo sentado a la puerta de su casa, en el campo de refugiados de Aida. Construido por UNRWA en 1950, entre las ciudades de Belén y Beit Jalala, la población del campo no ha dejado de crecer al tiempo que el espacio se ha ido quedando cada vez más estrecho para la vida. Estrecho como los edificios de dos calles que rozan.
1928
1947
1948
2018
En frente de su puerta, apenas a unos pasos, Abd Al Majid tiene el
Muro. Lleno de pintadas, de nombres, de reclamos y palabras, a él le
recuerda cada día el límite a una existencia, la suya, que lleva décadas
mirando al otro lado: al pasado.
Abd Al Majid espera sentado a la puerta de su casa con una energía
siempre dispuesta a contar cómo fueron aquellos días en los que tuvo
que huir de su casa sin saber que nunca podría volver.
Aunque él, a sus ochenta y seis años, sigue viviendo con la ilusión de
poder volver a algún día a aquella casa que ya no existe pero que él
imagina vacía, a cuidar de su huerta, a trabajar la tierra que le vio nacer
y que, cuenta, le daba a él y a su familia todo lo que necesitaban para
vivir. Alimento, futuro, identidad y mucha alegría: esa era toda su vida
antes de huir.
Cada vez son menos las personas
refugiadas de Palestina que
vivieron siendo niños, niñas
y jóvenes la Nakba, esa palabra
árabe que describe “el desastre”: el
éxodo de más de 700.000 palestinos
y palestinas que tuvo lugar en 1948
a consecuencia de la guerra
árabe-israelí.
Por eso escuchar a Abd Al Majid
contar su historia a la puerta de su
casa, mientras espera un regreso
que no llega, es una experiencia
casi irrepetible.
La población refugiada de Palestina no quiere resistir: necesita una solución.
Llevan más de siete décadas fuera de sus casas, de sus barrios y de sus pueblos, de donde fueron expulsados sin saber que nunca más podrían volver.
La ocupación, el bloqueo y el exilio forzado y forzoso les impide vivir una vida digna: su vida.
El aislamiento, la exclusión y la desposesión representan una negación de su dignidad y sus derechos que deben abordarse, sin falta, cuanto antes.
La vida en resistencia no es más que supervivencia. Por eso, más de 5 millones de personas refugiadas de Palestina necesitan urgentemente una solución justa y definitiva. No es solo una cuestión de justicia internacional sino, sobre todo, de humanidad.
UNRWA es la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Próximo. Una comunidad de 5,7 millones de personas, casi la cuarta parte de la población refugiada del mundo.
Desde hace casi siete décadas, la Agencia ha sido la encargada de garantizar el acceso a educación, sanidad, ayuda humanitaria y servicios sociales a los refugiados y refugiadas de Palestina. Una población que vive acogida en Siria, Líbano, Jordania y el territorio Palestino ocupado (la franja de Gaza y Cisjordania), a la espera una solución justa y definitiva a una situación tan difícil como injusta.
Para desarrollar su labor, UNRWA está financiada casi en su totalidad por las contribuciones voluntarias de los Estados miembros de la ONU. Es única dentro del sistema de Naciones Unidas, por dos motivos: el primero, su compromiso de décadas con un grupo específico de población. El segundo es el hecho de que presta sus servicios directamente a la población refugiada de Palestina. La Agencia planifica y desarrolla sus propios proyectos, además de construir y mantener sus escuelas, clínicas y centros para mujeres y discapacitados. Actualmente, UNRWA cuenta con más de mil instalaciones, en las que están empleados más de 30.000 trabajadores, de los que el 99% tiene estatus de refugiado.